Quienes formamos parte de una organización de personas experimentamos de una forma más o menos consciente lo que significa ser parte de una cultura. La cultura es un intangible sutil pero poderoso que envuelve el funcionamiento de nuestra cotidianeidad. Cómo pensamos, sentimos, nos relacionamos y decidimos depende enormemente de la cultura en la que estamos inmersos.
La cultura se ha convertido, desde hace varios años, en una palabra ampliamente mencionada y abordada por especialistas —y no tan especialistas— de distintas ramas del saber. Concretamente, el mundo de la empresa ha experimentado a marchas forzadas una fuerte concienciación de la importancia de la cultura organizacional. Ya lo dijo Peter Drucker hace más de cinco años, “Culture eats strategy for breakfast”. Y en estos últimos años, nuestro contexto de crisis y de cambios exponenciales no ha hecho más que corroborar su importancia.
Y es que, nuestra fe en la tecnología, que nos ha permitido hacer más, crecer más, tener más, ha empezado a darse cuenta de que los actos tienen consecuencias. Porque escalar no siempre es sinónimo de mejorar y nuestro afán de tener más nos ha traído, a la larga, problemas sociales, sanitarios o medioambientales que nos empobrecen más de lo imaginable.
Nuestra sociedad convulsa nos llama con preguntas de gran magnitud, y la cultura, que es respuesta, con su abanico de posibilidades se torna un tema de responsabilidad social.
Este contexto de crisis nos brinda la oportunidad de reflexionar y de descubrir en la cultura un tema de interés universal. Cuidar e impulsar culturas que irradien belleza no sólo es una ventaja competitiva o una estrategia para atraer al mejor talento. Tampoco se trata de una moda pasajera que toda empresa debe incorporar. La cultura es una respuesta. Es la respuesta que le damos a los interrogantes de nuestro tiempo, una respuesta que se construye con la herencia invisible de nuestra cosmovisión.
Por eso, comprender y mejorar la cultura sobrepasa cualquier búsqueda utilitarista. Nuestra sociedad convulsa nos llama con preguntas de gran magnitud, y la cultura, que es respuesta, con su abanico de posibilidades se torna un tema de responsabilidad social.
Antes de profundizar sobre ello, me gustaría enmarcar de dónde viene este término intangible y poderoso, pues, como la mayoría de asuntos interesantes, la cultura es un concepto extenso y difícil de acotar.
¿Qué es la cultura?
La palabra cultura proviene del latín, del verbo colere que significa cultivar, habitar. Tradicionalmente se ha hablado de la cultura en dos sentidos. Por un lado, en su significado más antiguo se refiere al individuo, concretamente, a la formación del ser humano, su mejoramiento y perfeccionamiento. Se corresponde con lo que los griegos denominaban paideia y los romanos llamaban humanitas, para referirse a la educación de la persona en base a las buenas artes. En este sentido, hablamos hoy de personas cultivadas para hablar de quienes han trabajado en su desarrollo personal, intelectual, social o espiritual.
Por otro lado, cultura se dice también de un colectivo. En este sentido, se refiere al conjunto de los modos de vivir y de pensar de un determinado grupo de personas. Este significado de la cultura se extendió a partir del siglo XVIII. La UNESCO, en la Declaración de México de 1982, definía la cultura como “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Además de las letras y de las artes, comprende los modos de vivir, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias”.
Resulta interesante descubrir en la cultura un entramado de relaciones por las cuales la cultura individual y colectiva se enriquecen mutuamente. Los seres humanos creamos cultura y nos dejamos traspasar por ella. La cultura nos condiciona, nos enriquece, nos transforma y nosotros podemos condicionarla, enriquecerla y transformarla. En este sentido, y tal y como apunta el antropólogo Clifford Geertz, “sin el hombre no hay cultura; pero es igualmente cierto y significativo decir: sin cultura no hay hombre”.
Bucear en el significado de la cultura nos enseña la complejidad y la osadía de quienes pretenden transformarla. Pues cambiar una cultura implica modificar esta trama, entrar en un juego de círculos (que pueden ser viciosos o virtuosos), por los cuales nuestros actos individuales impactan en un conjunto y ese conjunto impacta, a su vez, en cada uno de los que lo conforman.
Reduccionismo cultural
El problema es que, frente a la complejidad que tiene, en muchas ocasiones cosificamos la cultura. En el mundo de la empresa, en lugar de comprenderla y trabajarla desde la raíz, corremos el riesgo de convertirla en un proyecto temporal y de abordarla con una lógica mecanicista. Prescindimos de su dimensión humana, orgánica y trascendental.
Durante años trabajando con grandes organizaciones he observado una tendencia a paquetizar y limitar las posibilidades de la cultura. Es poco frecuente encontrar profesionales convencidos de la importancia y alcance de la cultura empresarial.
El resultado de esta ceguera son situaciones habituales como la reducción de la cultura a algunas de sus manifestaciones. Por ejemplo, es común referirse a la cultura como un conjunto de powerpoints, o pensar en ella como los traits del empleado, reducirla a los offsites anuales o la decoración.
Otra de las consecuencias de esta suerte de reduccionismo cultural en las empresas se observa en las creencias de quienes anteponen cultura y negocio. Parece como si la cultura organizacional fuese una suerte de ente que debe interiorizar su papel de segundón en un contexto en el que siempre y por siempre predominan las necesidades económicas. Este tipo de confusiones llevan a desterrar las prioridades de cultura a los departamentos de people, o a contraponer lo soft y lo hard en una batalla por la productividad.
Tampoco faltan quienes se obsesionan con medir la cultura con datos exhaustivos y veraces. Sin duda, los datos ayudan, pero en ningún caso lograrán comprender la cultura en toda su magnitud. Reducir la cultura a una encuesta anual de clima o tratar de dar respuesta y cambiar la cultura en un formato agile es otra manera de cristalizarla, de cosificarla y de no comprender su potencial.
Sin quitar importancia a todo intento de mejorar, la cultura va más allá. Comprender su importancia y su alcance es un primer paso para liderar con responsabilidad.
El idioma de la cultura
Emprender un viaje para comprender, mejorar o cuidar la cultura organizacional no es algo precisamente banal. Superar el reduccionismo mencionado requiere recuperar un saber ancestral, un saber que no es exclusivo de unos pocos, sino que, afortunadamente, se encuentra en lo profundo de nuestro ser.
Y es que, como ya hemos visto, la cultura es un elemento profundamente humano, y que por tanto responde al argot de nuestra especie. Elementos como la sensibilidad, la artesanía, la intuición, el sentido común, el mimo, el humor, los vínculos, el asombro o la vulnerabilidad conforman el idioma cultural. Para hablar este lenguaje es necesario fuego lento. Es necesaria la creatividad, la insistencia y, sobre todo, abrazar la ineficiencia en pos de la humanidad. Trabajar la cultura desde una perspectiva meramente técnica y mecánica, o empeñarse en abordarla de un modo cortoplacista o superficial, es prescindir de su verdadera esencia y, por tanto, difícilmente va a generar fecundidad.
Cuidar la cultura es impactar en la sociedad
Decíamos antes que la cultura organizacional es una cuestión de responsabilidad social.
En una realidad contemporánea como la nuestra, el impacto de las empresas en la sociedad es inabarcable: consumimos sus contenidos, respondemos al dictado de sus modas y nuestras necesidades nos conducen al ritmo de su latir. Las empresas, ya sean científicas, educativas, sanitarias, políticas, económicas o artísticas, abren brechas hacia el progreso que después otros transitamos. La cultura de estas organizaciones influye radicalmente en que esto sea de un modo concreto y no de otro.
Así pues, y haciendo referencia a lo comentado sobre los círculos viciosos o virtuosos, las culturas tóxicas tejen realidades dolorosas mientras que las culturas bellas generan posibilidades que engrandecen su alrededor.
Termino con un convencimiento: la cultura de una organización es su legado. La de sus individuos y la de la colectividad. Pues cada cultura, con sus referentes, sus significados, sus valores y actitudes, sus símbolos y costumbres es una huella profunda que hará más grande o insignificante la historia de la humanidad.